
Desde arriba del Torreón, la ciudad, en las noches de luna, parecía una
maqueta parda llena detejados, que guardaban jardines atiborrados de
buganvillas, nogales e higos. Más arriba, en cambio, se distinguían las
palmeras chilenas: enjutas y lustrosas, pese a la intensidad nocturna y
las exiguas farolas, alumbradas con mecheros que –de cuando en cuando-
eran revisados por el farolero, envuelto en un gabán descolorido que no
impedía apreciar su silueta recorriendo esa luz mortecina que golpeaba
las paredes de cal.
Más
arriba, aún, el parque de Ibarra era un minúsculo tablero de ajedrez
sin alfiles, donde destacaba el añoso Ceibo, plantado tras el terremoto
del siglo XIX y que –según decían- sus ramas habían caminado una cuadra
entera. La noche caía plácida sobre la enredaderas y la luna parecía
indolente a las sombras que pasaban, pero que no podían ser reflejadas
en las piedras. ¿Quiénes miraban a Ibarra dormida? ¿Quiénes tenían el
privilegio de contemplar sus paredes blanquísimas engalanadas con los
fulgores de la luna? ¿Quiénes pasaban en un vuelo rasante como si fueran
aves nocturnas? ¿Quiénes se sentaban cerca de las campanas de la
Catedral a mirar los tejuelos verdes y las copas de los árboles?
No
es fácil decirlo: unas veces eran las brujas de Mira, otras las de
Pimampiro y muchas ocasiones las de Urcuquí. Eran una suerte de correos
de la época, acaso a inicios de siglo, que viajaban abiertas los brazos,
por los cielos estrellados de Imbabura. Por eso no era casual que las
noticias –que por lo general se tardaban en llegar cuatro días desde
Quito- se conociera más aprisa en los corrillos de estas tres
poblaciones unidas por un triángulo mágico: que ha iniciado la
revolución de los montoneros alfaristas, que el Congreso ha sido
disuelto, que llegaron las telas de los libaneses o que fulano ha
muerto.
Todas noticias importantísimas que –de
no ser por las voladoras- hubieran llegado desgastadas. Pero, a
diferencia de lo que se cree de las brujas, que van en escoba, llevaban
un traje negro y tienen la nariz puntiaguda, las del sector norteño
ecuatoriano poseían trajes blanquísimos y tan almidonados que eran
tiesos. Por eso cuando las voladoras pasaban los pliegues de sus
vestidos sonaban mientras cortaban el viento. Algunos las tenían
localizadas. Por eso cuando pasaban por encima de las casas, existían
los atrevidos que se acostaban en cruz y con esta fórmula las brujas
caían al suelo.
Otros, en cambio, preferían
decirles que al otro día vayan por sal y de esta manera conocían su
identidad. Pero las voladoras de Mira también tenían sus hechizos.
Quienes se burlaban de las brujas terminaban convertidos en mulas o
gallos. Y eso, al parecer, le sucedió a Rafael Miranda, un conocido
galeno de Ibarra, de inicios de siglo. Cuentan los abuelos que el doctor
Miranda desapareció un día sin dejar rastro. Sus amigos lo buscaron por
todos lados infructuosamente. Sus familiares estaban desesperados. El
tiempo pasó. Una tarde, un conocido del doctor Miranda recorría unas
huertas por Mira y miró a un hombre desaliñado con un azadón. Creyó
reconocerlo.
Al acercarse comprobó con estupor
que se trataba del famoso doctor Miranda. Lo sacó del lugar y tras
curaciones prodigiosas el galeno volvió a su estado normal y nunca más
se sintió gallo. Otra historia, en cambio, sirvió para que Juan José
Mejía, el popular y primer sacamuelas de Carchi e Imbabura, justificara
una parranda de tres días. Cuando le preguntaron porque no había llegado
a la casa contestó sin inmutarse: “Estuve en Mira amarrado a la pata de
una cama, convertido en gallo y recién me escapo de las brujas”. Claro
que estuvo en Mira y, acaso, le brindaron –como a muchos- el famoso
tardón, que es una bebida que basta un solo trago para que el confiado
visitante termine por los suelos, en un remolino de carcajadas.
Por
eso los políticos de turno o las autoridades, que siempre ofrecen
solucionar todos los problemas, se dan cuenta de los fatídicos brebajes
demasiado tarde: quedan arrumados en las sillas de madera, con un olor
imperceptible a aguardiente, que es uno de los ingredientes del tardón,
elaborado de papa y de secretísimos compuestos que ha sido imposible
develar. Cuando alguna autoridad trataba de levantarse caía en cuenta
que sus honorables posaderas estaban como pegadas a la silla. ¿Cuáles
eran las palabras mágicas para volar? De boca en boca ha llegado hasta
estos días lo que decían las brujas ecuatorianas: “De villa en villa y
de viga en viga, sin Dios ni Santa María” y tras pronunciar este conjuro
levantaban vuelo.
Y hasta había quienes
intentaron realizar una aventura aérea. Cuentan que un mireño insistió a
una maga para que le iniciara en su arte. Tras las súplicas decidió
confiarle el secreto. Lo primero que le indicó es que tenía que utilizar
uno de sus trajes níveos. Aguardaron la noche y subieron a la chimenea
de un horno… -Tienes que repetir esta fórmula, le dijo la encantadora.
Tras decir “de villa en villa, de viga en viga, sin Dios ni Santa
María”, extendió sus brazos y salió disparada por el cielo. Nuestro
personaje se emocionó, pero al repetir el conjuro lo hizo de esta
manera: “de villa en villa, de viga en viga, con Dios y Santa María”.
Dicho
esto, desplomóse cuan largo era en el patio de la casa, en medio de los
ladridos de los perros y de los vecinos que lo encontraron magullado y
vestido de traje blanco, con cintas y encajes. Aunque pidió discreción,
al otro día toda Mira conoció esta historia y su único argumento fue se
enredó en la vestimenta. Obviamente, no pudo aclarar qué hacía subido en
la chimenea y con un vestido de dama. Hay quienes dicen que las brujas
aún pasan por los tejados de Ibarra. Es posible. Mas, nunca se han
caracterizado –como lo eran acusadas en la Inquisición Española- de
artilugios malévolos.

Su
único delito, podría decirse, es volar para conocer tierras lejanas o
para visitar a algún amante venturoso que abre su puerta antes que la
maga tope el suelo. Hay quienes dicen haberlas visto reunidas
practicando iniciaciones antiquísimas, en medio de un prado. Con suerte,
si levantamos a mirar el cielo en una noche de luna es posible que
localicemos a una bruja que regresa del sur y pasa por encima del
pequeño Ceibo, del parque Pedro Moncayo, que ha empezado a brotar sus
hojas.
AUTOR: Juan Carlos Morales Mejía
SACADO DE : http://pachamama.all.ec/675.html